San Cristóbal,
Por Julio César García. - En medio de la prisa cotidiana y la saturación de
discursos políticos cada vez más agrios, detenernos a pensar en la inclinación
humana hacia el bien puede parecer ingenuo. Sin embargo, esa propensión a
menudo silenciosa, casi invisible, constituye uno de los pilares más sólidos de
la vida en común.
No se trata
de idealizar ni de negar la existencia del egoísmo o la violencia. Se trata de
reconocer que, incluso en los contextos más adversos, las personas buscan
maneras de cuidar, acompañar y dignificar a otros. El bien no siempre se
manifiesta en grandes gestas heroicas; muchas veces se expresa en lo pequeño:
en la palabra que evita una humillación, en el gesto que abre un espacio de
confianza, en la decisión de no reproducir una injusticia.
La historia
está llena de ejemplos donde la propensión a hacer el bien ha sido decisiva.
Comunidades que se organizan tras un desastre natural, vecinos que defienden la
memoria de un barrio, maestros que siembran esperanza en generaciones enteras.
Son acciones que no buscan aplausos, pero que sostienen la posibilidad de una
sociedad más justa.
El filósofo
griego Sócrates sostenía que “el bien es aquello que todos desean”, una idea
que siglos después sigue resonando como recordatorio de que la búsqueda del
bien no es un lujo moral, sino una necesidad inherente a la condición humana.
En tiempos
de desinformación y cinismo, hablar del bien no es un lujo moralista, sino una
necesidad política y cultural. Reconocerlo nos permite resistir la tentación de
la indiferencia y recordar que la dignidad compartida se construye día a día.
El desafío
está en narrar el bien sin dulcificarlo, sin convertirlo en un eslogan vacío.
El bien es complejo, exige esfuerzo, y a veces implica incomodidad: confrontar
abusos, defender la pluralidad, abrir espacios de diálogo donde otros prefieren
el silencio. Pero precisamente ahí radica su fuerza: en que no es complaciente,
sino transformador.

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