San Cristóbal, Por Julio César García. - El debate que ocupó a los pensadores hispánicos durante la conquista -si los indígenas poseían alma, si eran humanos o bestias, civilizados o bárbaros- se refleja con un inquietante paralelismo en la mirada indígena que, desde su propio asombro, se preguntaba si los recién llegados eran dioses o demonios, seres humanos o prodigios de otro mundo. Ambas posturas, aparentemente opuestas, nacen de una ignorancia compartida: la incapacidad de reconocer al Otro como parte legítima del universo humano.
Estas
dudas cruzadas no eran simples malentendidos culturales, sino manifestaciones
tempranas de lo que hoy reconocemos como etnocentrismo. No se trata de una
deformidad exclusiva de ciertas civilizaciones, sino de un mecanismo universal:
un espejo deformante que proyecta al Otro como amenaza, como anomalía, como
aquello que, por no ser como yo, debe ser subordinado o eliminado.
Desde
los tiempos coloniales hasta la era contemporánea, la humanidad ha acumulado un
vasto conocimiento en todas las ramas del saber. Sin embargo, persiste la
pregunta incómoda: ¿hemos avanzado en nuestra capacidad para aceptar y
comprender la otredad? ¿Podemos ver al Otro como igual, o seguimos atrapados en
la necesidad de reducirlo, clasificarlo y subordinarlo?
Responder
con certeza es difícil cuando contemplamos el estado actual del mundo. Hoy,
como ayer, el Otro no es nuestro reflejo, sino una caricatura. No lo
reconocemos en el espejo, sino que lo proyectamos como una grieta, como una
distorsión de lo que creemos ser. En nuestro espacio-tiempo moderno, el Otro
continúa siendo percibido como una amenaza, alguien de quien desconfiar,
alguien que debe temernos o a quien debemos temer. Y es ese miedo, ancestral y
persistente, el que sigue dictando nuestras decisiones.
Durante
la colonización de América, los pueblos originarios -quienes ni siquiera se
nombraban como “aborígenes”- fueron sometidos a todo tipo de vejaciones. No
comprendían al hombre blanco, a sus naves descomunales, a sus armas, ni a las
enfermedades que traía consigo. Frente a ese desconocimiento, se les ofrecieron
dos opciones: ser “civilizados” o ser exterminados. Y aunque la retórica y las
formas han cambiado, el fondo de esas relaciones de poder persiste.
Hoy no
se abre el pecho del Otro para buscar en él un alma, como se hacía en tiempos
antiguos. En cambio, se la extrae para examinar su color, su origen, su valía
dentro de un sistema que sigue midiendo lo humano por su cercanía a un ideal
normativo. Si eres negro en Estados Unidos, eres tratado de una forma; si
perteneces a una nación originaria, de otra distinta; si vienes de Asia, entras
en otra categoría más; si eres latinoamericano, te conviertes en blanco de
políticas migratorias. No importa cuánto hayas caminado ni cuánto hayas
contribuido: sigues siendo Otro.
El
mundo ha cambiado en forma, pero no siempre en fondo. La historia sigue siendo
una lucha por el derecho a existir en igualdad, a no ser devorado por los
espejos rotos del prejuicio.
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