Esta no la quería escribir, pero no puedo faltar a mi promesa.
San Cristóbal, Por Julio César García. – Era una noche de domingo, y el ambiente estaba impregnado de algo indescifrable, una inquietud que parecía flotar en el aire. Juan Romero Cabrera Montás, conocido cariñosamente como Camotti, se encontraba en la pequeña galería del segundo nivel de su casa, ubicada en la calle tercera del barrio San Isidro. Permanecía allí en silencio, envuelto en sus pensamientos. No quiso hablar, pero su hijo percibía que algo no iba bien. Una sombra de preocupación se deslizaba entre ambos.
La noche avanzó, acompañada de
un presagio silencioso. Mientras tanto, la muerte acechaba de forma
imperceptible, como una fiera paciente. Camotti decidió acostarse
temprano, buscando reposo, mientras su hijo, que madrugaría para el trabajo,
también se retiraba a descansar. Ninguno sospechaba que ese domingo sería el
último que compartirían en la misma casa. A medianoche, a un kilómetro de
distancia, un hijo intentaba comunicarse con su padre. Las llamadas no obtenían
respuesta. Una inquietud creciente le robaba el sueño; algo dentro de él sabía
que la calma de la noche ocultaba un desenlace.
En las primeras horas de la
madrugada, Camotti se levantó intranquilo. No se sentía bien, pero creyó
que no era nada grave. Confiando en su fortaleza habitual, no quiso despertar a
su hijo, que dormía en la habitación contigua. Salía de su apartamento en el
segundo nivel y caminaba hasta la casa materna, a pocos metros. Allí tomó su
passola y partió hacia el hospital del seguro. Pensaba que podría superar
aquella molestia por su cuenta.
El tiempo se volvió efímero en
el trayecto al hospital. Emergencia. Urgencia. Los diagnósticos comenzaron a
llegar: falta de oxígeno, presión arterial disparada a 300, líquido en los
pulmones. Todo sucedía rápido, demasiado rápido. Preguntas de protocolo rompían
el silencio de la madrugada: ¿Trajo papeles? ¿Dónde vivía? ¿Algún familiar? Y
luego, la confirmación inevitable: se fue. La muerte había ganado esta vez.
El lunes amaneció ajeno a la
tragedia. Su hijo salió temprano de la casa rumbo al trabajo, sin saber nada.
Las llamadas comenzaron a circular, los vecinos murmuraban, las preguntas
crecían: ¿Es verdad? ¿Quién lo confirma? La noticia cayó como un golpe: perdió
la familia, perdió el barrio, perdió el arte, y perdimos todos.
El martes, el dolor nos reunió
para contar historias. Surgieron los planes que Camotti tenía: la
escuela de pintura que deseaba abrir en el centro de artesanos, los murales que
quería llenar de vida, las exposiciones internacionales que soñaba organizar
para los artistas plásticos locales. Recordamos sus proyectos con niños de
escasos recursos en Santo Domingo, sus clases de pintura a los niños de la
escuela de fútbol en 2014, y esa última ocasión en que enseñó a pintar a mi
hijo menor. También vino a mi mente esa botella de vino que rechacé compartir
con él porque no quería ser cómplice de su partida prematura.
El miércoles llegó con más anécdotas. Sus sueños de exponer en 2025 y recibir un honoris causa en Ecuador quedaron truncos. Ahora solo nos queda su legado, su bondad y su pasión por el arte. En mis recuerdos, se mantiene como ese amigo que me trató como un hermano, que valoró mis consejos y que siempre se enfrentó a la vida con entusiasmo, pese a sus dificultades.
Hoy, estas letras son un
intento de reflejar gratitud. Agradecer a las autoridades locales que nos
permitieron sepultar a Camotti con dignidad: Pura Casilla, Rafael
Salazar, Nelson De La Rosa, Rosi Ruiz, Yessi Pérez, Pablo Novas, Daniel
Maldonado, Diego López, Gloria Reyes, Juan Francisco Puello, María Sánchez,
Ramón Sánchez, Eliseo Romero, Dionicio Cruz, Santo Castro, Leonardo Ortiz y
muchos otros cuyo apoyo fue invaluable. Gracias, infinitas gracias.
Hoy, el arte y la vida lloran
su partida. Pero en el eco de sus proyectos inconclusos y en las vidas que
tocó, Camotti seguirá viviendo.
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