San Cristóbal, Por Julio César García. - Si la literatura dominicana fuera un río, esta semana habría sido su desbordamiento más fecundo, generoso y luminoso. En apenas unos días, hemos asistido a un estallido de creatividad, reconocimiento y celebración que no puede sino llenarnos de júbilo. La vitalidad de las letras quisqueyanas no solo se mantiene viva: late con fuerza, reclama su espacio y se multiplica en escenarios tan diversos como simbólicos.
El
primero de los hitos fue la merecidísima elección de José Enrique García como
nuevo Premio Internacional de Literatura Pedro Henríquez Ureña. Poeta,
narrador, ensayista, crítico agudo y constructor de una obra sólida y sutil,
García representa la madurez del pensamiento literario dominicano. Su elección
no es solo un acto de justicia, sino una afirmación de la potencia reflexiva de
nuestras letras. Este premio, que honra el legado del más universal de nuestros
humanistas, encuentra en García un digno depositario.
No menos significativo fue el III Festival Internacional de Poesía en San Francisco de Macorís, que confirmó lo que ya sabíamos: que la poesía no solo se escribe en los centros tradicionales, sino que respira con fuerza en cada rincón del país. El festival, con su diversidad de voces y su atmósfera de hermandad lírica, tejió un puente entre generaciones, acentos y territorios.
Luego
vino el nacimiento de una promesa: Mar de Palabras, el primer festival
internacional de literatura del Caribe, un hito que merece toda nuestra
atención. Este evento marca un antes y un después en el entendimiento de la
literatura caribeña como una constelación de voces que se miran, se leen y se
entienden más allá de las fronteras insulares. Dominicana, en este contexto, no
es solo anfitriona, sino faro.
A esa
ola creadora se sumó Cayoletras al Mar, el encuentro literario y cultural en
Barahona. Este festival no solo llevó las letras al sur profundo, sino que lo
hizo con alegría, arte y profundidad. La literatura no se encierra en salones:
se expande hacia la costa, hacia las plazas, hacia el pueblo. Barahona se
volvió verso y canto.
Y como
si todo esto fuera poco, Eleanor Grimaldi Silié fue galardonada con el Premio
Biblioteca Nacional de Literatura Infantil, reconociendo su aporte inestimable
a la formación de nuevas generaciones lectoras. En una época donde la infancia
es a menudo relegada al silencio o al consumo, Grimaldi nos recuerda que la
palabra también es un juego, un puente y una semilla.
¿Y
esto es todo? No. Como bien dice la nota que dio pie a estas líneas: “hubo
más”. Y lo más importante, habrá más. Porque estamos ante un momento de
plenitud, una efervescencia que no es casual, sino fruto del trabajo, de la
pasión y del compromiso de escritores, gestores, instituciones y lectores.
Aplaudimos
—sí, con alborozo— este empuje, este renacer, esta fiesta de la palabra que no
quiere terminar. Porque la literatura dominicana ya no pide permiso:
simplemente entra, canta y se queda.
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