Bueno Aires, 16/01/2023. - Nacido en Buenos Aires en 1925 en el seno de una familia judía de origen ruso, la de Adolfo Kaminsky parece una historia salida de una película de espías en blanco y negro, de las de escondites y códigos secretos, dobles identidades y puertas que son aporreadas en mitad de la noche. Esta semana falleció a los 97 años en París.
Allí
vivió los primeros cinco años de su vida, hasta que los Kaminsky pudieron
regresar a Francia y reunirse con parte de la familia. Con ellos se llevaron
algo que más adelante les resultaría vital: un pasaporte argentino.
La tinta Waterman azul. El gran problema
era la tinta Waterman azul.
No
había forma de quitarla. Los papeles escritos con plumas que habían usado ese
tono y esa marca eran imborrables. Infalsificables. La Resistencia francesa
había probado todo lo posible, pero la tinta azul Waterman que utilizaba la
prefectura era como un muro, como una marca a fuego que condenaba a los judíos
a los campos de exterminio.
"Yo
sé quitarla", dijo entonces un muchachito que apenas había cumplido los 18
años, pero que había sido aprendiz de tintorero. "Todo puede
borrarse".
Había
trabajado como químico en una fábrica de productos lácteos los fines de semana,
donde aprendió un truco aparentemente anodino que cambiaría su vida: para conocer
el contenido de grasa que tenía la leche que traían los ganaderos, se
introducía en una muestra un poco de azul de metileno y se esperaba a que el
ácido láctico lo disolviera. Azul de
metileno como el que usaba la tinta Waterman.
El
ácido láctico, efectivamente, borraba la tinta y, con ella, un nombre. Y el
nombre borraba un origen y, con él, un pecado original para la Francia ocupada
por los nazis: ser judío.
Era
marzo de 1944, y la vida de Adolfo Kaminsky dio un vuelco. Sus conocimientos de química le valieron un
hueco en la "Sexta", una diminuta célula clandestina de la
Resistencia que, desde una buhardilla del barrio parisino de
Saint-Germain-des-Prés, falsificó, de forma infatigable, pasaportes, partidas
de nacimiento, carnés de racionamiento, salvoconductos y cualquier papel que
cayera en sus manos y pudiera evitar a sus propietarios un billete hacia la
muerte.
Los
pedidos llegaban de todas partes, hasta 500 a la semana, y ellos borraban sin
descanso las letras en rojo, "JUIF" o "JUIVE" (judío o judía),
cambiaban Isaacs por Jean Pierres, Meyers por Dubois, Hannas por
Marie-Hélènes. Antes de cumplir los 19
años, bajo la falsa identidad de Julien Keller, aquel joven había logrado
salvar la vida de miles de personas gracias a su talento como falsificador. La
suya propia se la salvó su pasaporte argentino.
En
una ocasión, la "Sexta" recibió el encargo de falsificar los
documentos de 300 niños judíos internados en centros del Estado, que iban a ser
deportados. Había que crear 900 documentos nuevos, entre partidas de
nacimiento, bautismales y cartillas de racionamiento. Pero había un problema:
solo tenían tres días para hacerlo.
Kaminsky
trabajó día y noche, sin descanso, hasta que en un momento cayó al suelo
desvanecido. Su gran obsesión era
terminar el trabajo: "Mantenerse despierto. El mayor tiempo posible.
Luchar contra el sueño. El cálculo es simple. En una hora puedo fabricar 30
documentos vírgenes. Si duermo una hora, 30 personas morirán", recuerda en
su biografía Adolfo Kaminsky, une vie de faussaire (Adolfo Kaminsky, una vida
de falsificador), escrita por su hija Sarah.
El
laboratorio, aunque pequeño, contaba con todo lo necesario. Usando la técnica
del fotograbado, Kaminsky había logrado fabricar sellos y tampones, membretes y
marcas de agua. Con una rueda de bicicleta creó una centrifugadora, que le
permitía envejecer los documentos.
Los
cinco chicos y chicas que trabajaban en el 17 de Rue de Saints-Pères, todos
ellos estudiantes de Bellas Artes o ciencias salvo Kaminsky, se hacían pasar
por artistas. Los olores de los químicos eran, para los vecinos, disolventes de
pintura y el cartero siempre les felicitaba por sus obras, los cuadros que
exponían bien a la vista para ocultar el verdadero trabajo que tenía lugar en
la buhardilla. Pero el peso de la
responsabilidad y el esfuerzo extenuante del trabajo hizo mella en todos.
Kaminsky
perdió la visibilidad en uno de sus ojos debido la intensa tarea de aquellos
años, pero sus compañeros, aquellos que tenían nombres clave como
"Nutria", Nenúfar" o "Pingüino", acabaron suicidándose
en los años posteriores a la guerra, según relató él mismo en un corto
documental realizado por The New York Times en 2016, The Forger ("El
falsificador").
Después
de la guerra, y siempre en la clandestinidad, Kaminsky siguió falsificando
documentos hasta los años 70 para diferentes movimientos, poniendo su granito
de arena en conflictos como la guerra de Argelia, la lucha contra el apartheid
en Sudáfrica, contra los dictadores Franco en España o Salazar en Portugal, o
para distintos grupos revolucionarios en América Latina.
Él
mismo calculó que, solo en 1967, mandó documentación falsa a 15 países
diferentes. Incluso falseó documentos para desertores estadounidenses que no
querían participar en la guerra de Vietnam.
En
1971 dijo definitivamente adiós a esa vida clandestina y dedicó el resto de sus
días a la fotografía y la enseñanza.
Pero
esa intensa vida como falsificador no solo le costó la visión de un ojo.
Su
familia, que no podía saber nada de ese submundo ilegal y secreto, pagó el
peaje, y su primer matrimonio, en el que tuvo dos hijos a los que no vio por
períodos largos de tiempo, acabó en divorcio en 1950.
Su
hija Sarah, nacida de un segundo enlace y casi una década después de que
Kaminsky abandonara la falsificación, empezó a entrever luces de aquel pasado
un día que, después de haber falsificado la firma de su madre en el boletín de
notas del colegio, su padre, en lugar de reñirle, le soltó una carcajada.
"Sarah,
podías haberte aplicado un poco más, ¡está claro que la letra es demasiado
pequeña!"
FUENTE:
Extracto del artículo "El argentino que salvó miles de vidas durante la
Segunda Guerra Mundial con su talento como falsificador", publicado en la
edición digital de BBCMundo, el 14 de enero de 2023.
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