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LA FABRICA DE LOS CRETINOS DIGITALES


MICHEL DESMURGET, es un Doctor en neurociencias y director de investigación en el Instituto Nacional de la Salud y la Investigación Médica de Francia. Es autor de una vasta obra científica y de divulgación y ha colaborado en reconocidos centros de investigación como el MIT o la Universidad de California. Con La fábrica de cretinos digitales ha sido reconocido con el prestigioso premio Femina de las letras francesas.

Presentamos parte del enfoque contenido en su libro La Fabrica de los Cretinos Digitales-

La capacidad que demuestran ciertos periodistas, políticos y expertos habituales en los medios de comunicación para difundir, sin el menor atisbo de crítica, las fábulas más extravagantes de la industria digital son absolutamente prodigiosa. Hasta podría provocarnos una sonrisa si no fuera porque conocemos el enorme poder que tiene la repetición.

En efecto, en el imaginario colectivo, estas fábulas acaban por convertirse en hechos reales a fuerza de reproducirlas una y otra vez.

En ese momento, se deja atrás el terreno del debate fundamentado para entrar en el espacio de la leyenda urbana, es decir, de una historia «suficientemente plausible para ser creída, basada sobre todo en rumores y ampliamente difundida como verdadera». Así, si se repite con la frecuencia necesaria que, por su apabullante dominio de lo digital, las nuevas generaciones tienen un cerebro y unas formas de aprender diferentes, la gente acabará por creerlo, y una vez que lo crea, su visión de la infancia, de la adquisición de conocimientos y del sistema educativo cambiará por completo. Por eso, desmontar las leyendas que contaminan el pensamiento es el primer paso imprescindible para reflexionar de un modo objetivo y fecundo acerca del verdadero impacto de los dispositivos digitales.

«Una generación diferente»

En el maravilloso mundo de lo digital, las ficciones son abundantes y variadas. Sin embargo, si se analizan bien, se puede observar que casi todas ellas se basan en la misma quimera inicial: las pantallas han provocado una transformación sustancial del funcionamiento intelectual de los jóvenes —que ahora se llaman «nativos digitales»— y de su forma de relacionarse con el mundo.

En palabras del ejército misionero de la catequesis digital, «hay tres rasgos fundamentales que caracterizan a esta [nueva] generación: el paso frenético de una tarea a otra, la impaciencia y lo colectivo. Esperan una reacción inmediata: ¡todo tiene que ir rápido o, incluso, muy rápido! Les gusta trabajar en equipo y poseen una cultura digital transversal de tipo intuitivo, cuando no instintivo.

Han comprendido la fuerza del grupo, de la ayuda mutua y del trabajo colaborativo. Muchos huyen del razonamiento demostrativo, deductivo, “paso a paso”, y prefieren el tanteo que facilitan los hipervínculos».

Las tecnologías digitales están ya «tan imbricadas en sus vidas que es imposible separarlas de ellas.

Al haber crecido con Internet, primero, y con las redes sociales, después, abordan los problemas basándose en la experimentación, en el diálogo con su entorno, en la cooperación transversal para determinados proyectos».

Inmersos desde el momento mismo de su nacimiento en un mágico mundo de pantallas de todo tipo, los niños «han dejado de ser “versiones en miniatura de nosotros mismos”,

como pudieron serlo en el pasado.

Son hablantes nativos de la tecnología, dominan el lenguaje de los ordenadores, de los videojuegos y de Internet»; «son rápidos, multitarea y pasan con agilidad de una cosa a otra».

Esta evolución es tan profunda que convierte definitivamente en obsoleto cualquier planteamiento pedagógico del viejo mundo.

Ya no se puede negar la realidad: «Nuestros estudiantes han cambiado radicalmente». Los alumnos de hoy ya no son aquellos individuos para cuya educación se creó nuestro sistema escolar.

Piensan y procesan la información de un modo esencialmente distinto del de sus predecesores».

«De hecho, son tan diferentes de nosotros que ya no podemos utilizar nuestros conocimientos propios del siglo xx ni nuestra experiencia académica como punto de referencia para saber qué es lo mejor para ellos en materia educativa. Los alumnos de hoy han aprendido a dominar una extensa variedad de herramientas [digitales] que nosotros jamás dominaremos con su mismo nivel de competencia, estas herramientas son como prolongaciones de sus cerebros.»

Los profesores actuales carecen de la formación que se necesita para trabajar con ellos y, por tanto, no están a la altura debida, ya que «hablan un lenguaje superado (el de la edad predigital)

Sin duda, “ha llegado el momento de pasar a otro tipo de pedagogía que tenga en cuenta la evolución de nuestra sociedad”, porque «la educación de ayer no permitirá formar los talentos de mañana». Y, en este contexto, lo mejor sería entregar a nuestros prodigiosos genios digitales las llaves de todo el sistema. Liberados ya de los arcaísmos del viejo mundo, «se convertirán en la primera y más importante fuente de inspiración para transformar sus colegios en espacios pertinentes y eficaces de aprendizaje».

Podríamos llenar decenas y decenas de páginas con alegatos y proclamas de este tipo, pero hacerlo no sería de gran interés. En realidad, si dejamos a un lado las variaciones locales, nos daremos cuenta de que esta verborrea siempre gira en torno a tres grandes planteamientos:

(1) la omnipresencia de las pantallas ha dado lugar a una nueva generación de seres humanos, completamente diferente de las anteriores;

(2) los miembros de esta generación son expertos en el manejo y la comprensión de las herramientas digitales;

(3) si el sistema escolar quiere conservar algo de su eficacia (y de su credibilidad), tiene que adaptarse necesariamente a esta revolución.

Ausencia de pruebas convincentes

Desde hace casi quince años, la comunidad científica viene evaluando metódicamente la validez de estas afirmaciones. Pues bien, resulta que (¡oh, sorpresa!), una vez más, los resultados obtenidos contradicen frontalmente la beatífica euforia de estas ficciones de moda.

En su conjunto, «la literatura en torno a los nativos digitales revela una clara incoherencia entre la confianza con la que se formulan este tipo de afirmaciones y las pruebas sobre las que se sostienen».

Dicho de otro modo: «A día de hoy no existe ninguna prueba convincente que permita sostener esas afirmaciones», que «han construido su enorme popularidad sobre la base de alegatos, más que de pruebas».

Estos «estereotipos generacionales» constituyen claramente «una leyenda urbana» y lo mínimo que cabe decir de ellos es que «el paisaje opti-mista que se pinta cuando se habla de las competencias digitales de las nuevas generaciones tiene fundamentos poco sólidos».

Conclusión:

todos los datos disponibles llevan a pensar que «los nativos digitales son un mito de la cabeza a los pies», «un mito útil para los ingenuos». En la práctica, la principal objeción que la comunidad científica formula frente al concepto de «nativo digital» es de una sencillez desconcertante: la nueva generación a la que en teoría se refiere ese término no existe. Claro que, si se busca bien, se pueden encontrar algunos individuos cuyos hábitos de consumo se corresponden, de forma vaga, con el estereotipo del geek supercompetente pegado a sus pantallas.

Sin embargo, estos reconfortantes modelos constituyen más una excepción que una regla. En general, la teórica «generación Internet» se parece mucho más a «un conjunto de minorías» que a un grupo coherente. Dentro de esta generación, la amplitud, la naturaleza y el conocimiento de las prácticas digitales varían enormemente en función de la edad, el sexo, el nivel de estudios, el bagaje cultural y la situación socioeconómica. Tomemos, por ejemplo, el tiempo que se dedica al consumo lúdico de las pantallas frente al mito de una población uniformemente hiperconectada, los datos reflejan, en realidad, una enorme heterogeneidad de situaciones: entre los ocho y los doce años de edad, la exposición a los dispositivos se divide de forma más o menos armoniosa en niveles que van desde «ligero» (un consumo inferior a una hora, que se da en el 19 % de los chicos) hasta «intenso» (seis horas o más, en el 20 % de los casos).

Entre los trece y los dieciocho años, la categoría de usuarios furibundos aumenta considerablemente, desde luego, pero no llega ni de lejos a constituir la mayoría (los que consumen más de seis horas se quedan en el 39 %). De hecho, el 12 % de los adolescentes presentan una exposición inferior a sesenta minutos diarios, y casi una cuarta parte del total permanecen por debajo de las dos horas. En buena medida, estas disparidades tienen que ver con las características socioeconómicas de los hogares: el consumo de los individuos de familias desfavorecidas presenta una media muy significativamente superior (más de dos horas y media) a la de sus compañeros de entornos privilegiados.

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