San Cristóbal, Por Denny Madé Pozo. - Apenas se asoma el lector a las páginas de Tierra Blanca, de Ángel Atila Hernández Acosta, se descubre ante él un paisaje del suroeste de nuestro país, con sus caminos agrestes, animales de carga, plantas de suelos áridos y la pobreza característica en muchos de los campesinos de esta, muchas veces olvidada región de nuestro país.
En los
relatos que conforman este volumen, el autor hace gala de una imaginación
privilegiada, de la que se vale para mezclar elementos costumbristas y
tradicionales de la región con la ficción que mana de su propia capacidad
creadora, ofreciéndonos un universo mágico, en el que no sabemos cuál es el
límite de lo real y cual el de lo imaginario.
En
Tierra Blanca, el autor nos envuelve en relatos fascinantes, en los que recoge
las creencias y el sentir popular de la época. Se muestran con detalles muchas
de las prácticas y hábitos que conforman la cultura de la Neiba de entonces,
que no dista de la de otros poblados de la región. Las galleras, las
velaciones, los bailes en los que los hombres portaban en los bolsillos las
botellas de ron, las velloneras, las creencias en apariciones, “las tomas”
medicinales o brebajes, el arado con bueyes, los convites con sus cantos de
azada, son un retrato sociológico de la localidad y de la época.
En
cuentos como Tierra Blanca, que da nombre al libro, la obra alcanza elevados
niveles de realismo mágico. Aquí se manifiestan, más que en cualquier otro de
los relatos, las creencias en seres sobrenaturales. Aparece la figura del
íncubo, o demonio que posee el cuerpo de la mujer, tras cuya posesión esta
queda maldita, muestra también del determinismo que plantea un final
desgraciado para quienes osen desafiar el correcto orden establecido y hacer
pactos con el diablo.
En el
cuento “Nube negra”, se evidencia también la creencia determinista de un
destino superior que ha signado a los hombres a su antojo y del que no es
posible escapar, como refleja la siguiente cita: “Pero algún día, Juan La Flor
había de saber que él era un hombre como todos los hombres: pobre cosa viva que
va por el mundo expuesta a los caprichos de todas las adversidades, ruta
propicia para todos los viajes sin puerto del destino”.
Hernández
destaca la concepción de la época sobre la mujer, a la que se alude como
jamona, al no casarse a temprana edad, y de la que se considera, pasada una
determinada etapa, sin posibilidades de concretar una relación, como se
evidencia en el fragmento:
“La
muchacha que no bujque
Su
marío en la juventud,
Cuando
e vieja y no gujte
Que
cargue su penca e’ crú”
La
tradición machista que plantea una edad para el matrimonio de la mujer,
considerándola descartada después de dicha etapa, se evidencia en otros
momentos de la obra como en este fragmento del cuento Cañamaca, con el que
inicia el libro: “Y la hija de 27 años, que se quedó con ellos definitivamente,
después que la engañara el novio”.
A lo
largo de cada uno de los relatos, el autor hilvana las historias de hombres,
mujeres y animales que son parte de una realidad, olvidada, desconocida, pero
sobre todo dura, en la que el trabajo por la supervivencia, las creencias en lo
extraordinario y lo sobrenatural, los afectos y desafectos que se dan entre los
personajes, sirven como excusa para, apoyado en su imaginación, rescatar y
poner de relieve leyendas, tradiciones y creencias no solo de Neiba, sino de
muchos otros lugares del sur y el suroeste de nuestro país, sobre todo, de las
zonas rurales.
Pero
no solo se trata de colocar al azar elementos propios de la magicorreligiosidad
de la región, sino que en “Tierra Blanca”, el autor demuestra una habilidad
narrativa, que mantiene al lector interesado en finalizar el relato. El nivel
de detalles con que se describen los paisajes, los personajes y las emociones
que éstos experimentan, como la agonía, el pánico, la desesperanza, el
desengaño, a través de imágenes sensoriales, permiten al lector no solo
contextualizar, sino relacionarse con los personajes y sus situaciones.
La
ficción es permeada por una poética llana, pero profunda, con la que el autor,
además de otorgar a la obra un valor estético agregado, seduce al lector y
logra conectar con sus emociones. En el tinte poético de la obra subyace una
intención de ahondar en el interior de los personajes y sus destinos. La poesía
es, podríamos decir, aunque sin pretensiones, filosófica, existencial. Muestra
de ello son los siguientes fragmentos: “Para ese la vida tenía otras
dimensiones, otras esperanzas, y su rebeldía era distinta a la de aquellos que
pueden ir muriéndose sobre sus pies”.
“Porque
recordar es esconderse en el último crepúsculo de un sol que resbaló en la
tumba de su ocaso”.
Es
insoslayable la alusión a Pablo Neruda al insertar en “Vitia la dolorosa” los
versos del poeta chileno: “Es la hora de partir, oh, abandonado”, que el autor
utiliza como pie para introducir un elemento fatalista con la expresión
parafraseada: “es la hora de morir, oh, atormentado”.
La
carga poética de la obra, no obstante, es utilizada de modo que no desplaza los
relatos: las historias y sus personajes siguen siendo los protagonistas.
Pero
el conocimiento de la realidad social y cultural de Neiba, no se expresa solo
en las tradiciones y creencias narradas por el autor, sino, y sobre todo, en el
acertado uso de los modismos lingüísticos propios de la región. Leer cualquiera
de los cuentos del libro “Tierra Blanca” es conversar con uno de sus personajes
en su propio contexto lingüístico, elemento atractivo para quien desconozca el
habla coloquial y campesina del suroeste, y que además aporta verosimilitud a
los relatos, pues recrea la estampa del campesino de la zona.
Si
bien lo mágico está presente a lo lago de la obra, esta no está exenta de un
realismo que no solo pone de relieve el carácter, estilo de vida y carencias de
los habitantes del suroeste, sino que denuncia con tono de desengaño y
resignación el sistema de cosas impuesto en el que el dinero se erige como
medida del valor personal y dueño del destino de los hombres.
“Yo no
podía saber ayer que en una moneda cabe el mundo ni que el hombre se detiene
donde muere su cartera”.
Y así,
mezclando ingenio con tradición, realidad con ficción, leyendas y creencias con
imaginación, Hernández Acosta nos descubre un suroeste repleto de una rica
carga cultural e histórica, y aprovecha para insertar en él, a expensas de esos
hombres y mujeres rurales, sumergidos en la aridez, rodeados de gallos, bueyes,
cactus y bayahondas, a seres por cuyas pasiones, fuera de la ficción, podríamos
encontrar en cualquier esquina.
La autoría es docente de profesión,
correctora literaria, gestora cultural, y escritora, este artículo fue
publicado en el periódico Listín Diario el 17/03/20216.
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