Mientras la Europa del siglo XIX seguía tachando a los españoles de asesinos de indios, por algo que había ocurrido dos siglos antes y fue causado, sobre todo, por las enfermedades; en la África Negra la explotación de caucho estaba provocando en esas mismas fechas la muerte de diez millones de personas. Como recuerda Josep Pérez en su conocido libro « La Leyenda Negra», «la colonización europea de los siglos XIX y XX fue culpable de crímenes semejantes a los cometidos por los españoles en América. La única diferencia es que no encontró a un Las Casas [el fraile que protestó con cifras dudosas por el trato a los indios] para denunciar». El Congo belga fue el caso más salvaje.
Un maestro del disimulo
Léopold
de Saxe-Cobourg et Gothase, Leopoldo II, Rey de los belgas a finales del siglos
XIX, auspició durante su reinado que el Congo pasara de una población de 20
millones de habitantes a 10 millones. Lo más sorprendente de todo es que el
Monarca, perteneciente a la dinastía Sajonia-Coburgo Gotha, no tuvo que disparar
una sola bala para hacerse con este territorio. Leopoldo no heredó o conquistó
el Congo (de hecho, solo a su muerte se integró en Bélgica), le bastó con
convencer a la comunidad internacional de que si le daban su soberanía
protegería a sus habitantes de las redes de traficantes de esclavos árabes.
Nada más lejos de la realidad, el verdadero objetivo del belga, que solía
definir a su pequeño reino europeo como «Petit pays, petit gens» («Pequeño
país, gente pequeña»), era hacerse con una colonia y exprimir hasta la última
gota de sus recursos económicos.
El verdadero objetivo del
belga era hacerse con una colonia y exprimir hasta su última gota
Leopoldo,
no obstante, supo disimular su afán económico generando una imagen de monarca
humanitario y altruista, que financiaba asociaciones benéficas para combatir la
esclavitud en el África Occidental y costeaba el viaje de misioneros a esas
regiones. En 1876 convenció con su elegancia y buenos modales a un selecto
grupo de geógrafos, exploradores y activistas humanitarios en una Conferencia
Geográfica, celebrada en Bruselas, de que su interés era «absolutamente
humanitario». Fue, además, elegido aquí presidente de la recién creada
Asociación Africana Internacional, transformada con el tiempo en la Asociación
Internacional del Congo.
Como
consecuencia de estos movimientos sibilinos, en febrero de 1885, catorce
naciones reunidas en Berlín, y encabezadas por Gran Bretaña, Francia, Alemania
y los Estados Unidos, le regalaron a Leopoldo II todo el Congo a través de la
asociación que él presidía. Un territorio 20 veces el tamaño de Bélgica, donde
se comprometió a «abolir la esclavitud y cristianizara a los salvajes» a cambio
de su cesión. Las grandes potencias concedieron al rey de los belgas el Congo,
sin saber qué clase de persona era y, sobre todo, porque desconocían el gran
tesoro que se escondía entre sus árboles.
Mutilizaciones, en nombre del
caucho
Además
del marfil de sus elefantes, Leopoldo se sintió atraído por el Congo debido a
sus grandes reservas de caucho. Durante su reinado se disparó la demanda
internacional de goma, que se extraía de los árboles del caucho que se contaba
muy numerosos en el Congo. El problema de la recolección de esta materia
resultaba la ingente cantidad de mano de obra que se necesitaba y las duras
condiciones para estos empleados. Para solventar el asunto, el rey de los
belgas diseñó un sistema de concesiones que, en esencia, condenó a la
esclavitud a la totalidad de los congoleños.
El
explorador Henry Morton Stanley (el primer europeo en recorrer los varios miles
de kilómetros del río Congo) y otros enviados del Rey se encargaron, entre 1884
y 1885, de que los jefes indígenas de la geografía congoleña firmaran, sin
saberlo, contratos por los que cedían la propiedad de sus tierras a la
Asociación Internacional del Congo. En estos «tratados», los caudillos se
comprometieron a trabajar en las obras públicas de aquella institución que,
creyeron, iban a servir para expulsar a los esclavistas y modernizar el país.
Leopoldo II de Bélgica estaba
perfectamente al corriente de los crímenes e incluso llegó a sugerir que se
implementaran equipos de niños para que apoyaran el trabajo
De
esta forma tan descarada, Leopoldo II se valió del trabajo local para la
recolección del caucho y para que sirvieran a los funcionarios, soldados y
policías belgas que vinieron a instalarse en el país. Una esclavitud que
ocupaba las 24 horas del día de los congoleños; y que deparaba sádicos castigos
para los recolectores que no entregaban el mínimo exigido. El catálogo de
violaciones de los derechos humanos podría ocupar libros enteros: desde
latigazos, agresiones sexuales al robo de sus poblados. Las mutilaciones de
manos y pies dejaron a tribus enteras mancas y cojas, cuando no eran
directamente exterminadas aldeas enteras.
El castigo por desobediencia
era la amputación de una mano
El Monarca hizo del Congo su cortijo particular entre 1885 y 1906, siendo plenamente consciente de lo que estaba pasando en el interior del país. Como explica Adam Hochschild en su libro «El fantasma del rey Leopoldo» (Mariner Books), Leopoldo II de Bélgica estaba perfectamente al corriente de los crímenes e incluso llegó a sugerir que se implementaran equipos de niños para que apoyaran el trabajo, de tal modo que miles de menores fueron arrancados de sus familias.
El
sádico Leopoldo no tuvo que realizar ningún disparo para conquistar el Congo,
pero ni siquiera debió enfrentarse apenas a resistencia cuando estableció su
sistema esclavista, puesto que el Congo se extendía por un terreno gigantesco
en el que cada tribu vivía de forma aislada. El historiador Adam Hochschild
calculó que murieron diez millones de personas basándose en investigaciones
llevadas a cabo por el antropólogo Jan Vansina.
Tampoco
se enfrentó a las críticas de la comunidad internacional ni a las de Bélgica,
que todavía hoy recuerdan a Leopoldo II como un entrañable estadista. Cuando
pastores bautistas norteamericanos lanzaron la primera voz de alarma, la misma
propaganda belga que había elevado a Leopoldo II a benefactor de la humanidad
salió al paso para llevar las acusaciones ante los tribunales por calumnias.
Todavía, en 1889, Leopoldo se atrevería, en un gran ejercicio de hipocresía, a
hacer de anfitrión de la Conferencia Antiesclavista.
La tardía respuesta
internacional
Debieron
pasar años para que Europa y Bélgica empezaran a hacer autocrítica y a asumir
los crímenes en el Congo. Los británicos palidecieron al conocer sus salvajes
crímenes por un informe de Roger Casement al Foreign Office, pero solo el
empeño particular de políticos extranjeros como el vicecónsul británico en el Congo,
Roger Casement, o el periodista Edmund Dene Morel, ex-empleado de una compañía
naviera de Liverpool, sacaron a la luz el genocidio belga en los últimos años
de vida del Monarca. Morel visitó personalmente al presidente norteamericano
Theodore Roosevelt para exigirle que su Gobierno hiciera algo al respecto,
además de lograr que personalidades como el arzobispo de Canterbury se
manifestaran en contra de aquellos horrores.
Los
crímenes serían dados a conocer al gran público por el famoso escritor
anglopolaco Joseph Conrad en la conocida novela «Heart of darkness» (El corazón
de las tinieblas). Por su parte, Conan Doyle, el creador del personaje de
Sherlock Holmes, escribiría un opúsculo «Crimen en el Congo» (1909) demostrando
su vena más comprometida.
Poco
antes de su muerte, Leopoldo legó a Bélgica la propiedad del Congo ante la
presión internacional y se estableció una colonia que recibió los problemas
estructurales causados por tanto maltrato y tantísimas muertes. La millonaria
indemnización posterior de Bélgica al Congo hizo que la empresa esclavista solo
le fuera rentable a Leopoldo.
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