San Cristóbal, Por Julio César García. - En los últimos años, los grupos de WhatsApp se han convertido en una especie de ágora digital donde se mezclan noticias, opiniones, rumores y, cada vez más, frustraciones personales. Lo que comenzó como un espacio para compartir información útil o mantenerse en contacto, hoy muchas veces se transforma en un canal de desahogo emocional que, lejos de aliviar, termina contaminando el entorno.
No es
raro ver cómo, ante un hecho delictivo o una situación puntual, algunas
personas reaccionan con alarmismo desmedido: “¡Este país no sirve!”, “¡Aquí no
se puede vivir!”, “¡Estamos peor que nunca!”. Lo preocupante no es solo la
exageración, sino el patrón: detrás de esas expresiones suele haber una carga
de ansiedad, paranoia o desesperanza que no se corresponde con la realidad
objetiva, sino con un estado emocional alterado.
Este
fenómeno tiene implicaciones serias. Porque cuando alguien, desde su teléfono,
pinta un país como invivible, como si estuviéramos en guerra, no solo está
proyectando su angustia: está dañando la percepción colectiva, alimentando el
miedo y debilitando el tejido social. Y lo más paradójico es que muchas de
estas voces provienen de personas que, hace apenas unos años, ocuparon cargos
públicos o formaron parte de gobiernos. Hoy, desde la oposición, parecen
olvidar su cuota de responsabilidad en los problemas que critican.
La
crítica política es legítima y necesaria. Pero cuando se convierte en catarsis
disfrazada de análisis, pierde su valor. No se puede usar el malestar personal
como excusa para deslegitimar todo lo que ocurre, ni mucho menos para sembrar
desesperanza. La salud mental no puede ser un argumento para justificar el
alarmismo irresponsable.
Este
llamado no es a callar, sino a pensar antes de hablar. A distinguir entre
opinión y desahogo. A entender que nuestras palabras, incluso en un grupo
cerrado, tienen impacto. Y que si queremos un país más habitable, también debemos
habitarlo con más responsabilidad emocional y cívica.


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