Santo Domingo, por Ricardo Nieves. - Antes que paradójica, nuestra era es patética; respeta pocos límites y subvierte hasta lo humorístico. La osadía que objeta, lisamente y sin base alguna, planteamientos epistemológicos o ideas científicas, insulta la razón y diezma el intelecto. Y es que -reparaba Deleuze-, en la complejísima ecología del saber humano, no todo acontecimiento por el mero hecho de serlo posee sentido.
Ideas e inventos tecnológicos
avanzan a ritmo del vértigo; la ciencia, en su compostura lógica, luce
estremecida, cuestionada por una diversidad de pronósticos terroríficos y
alegaciones viajeras. En nombre de la libertad de decires, de toda suerte, el
presente parece jugarle malas pasadas a la razón.
Susceptible a la testarudez de
la historia, el problema real de las utopías (falseadas o decadentes) es que,
distinto a la razón (que reconoce términos y fracasos), suelen develar su
desencanto cuando, arruinadas las promesas, han sido derribados los muros hasta
entonces indiscutibles de su engañosa redención. En ese trayecto de la
experiencia, el precio pagado por la quiebra de tantos ensayos distópicos ha
sido, con memoriosa tristeza, demasiado costoso...
El concepto de “progreso”,
indiferente al origen filosófico o ideológico, viene vertebrado siempre a la
idea de la razón, o viceversa. Para los pensadores occidentales clásicos,
vástagos del eurocentrismo y la modernidad civilizatoria, la razón fue la
respuesta pretendida, recurrente, a los grandes dilemas de eso que Malraux y
Arendt llamaron la condición humana.
El filósofo Antonio Campillo
(Diálogo con Andrés Merejo, 2024), recuerda: el progreso surge de la antinomia
sujeto/historia, cuya concepción original empezó con Descartes y llegó hasta
Kant, trazando la visión unidireccional, “lineal” del progreso (y
fastidiosamente de la historia) que, con desvíos o interrupciones temporales,
seguiría inalterable en su proyección emancipatoria, universal. De allí, Hegel
y Marx (y en el siglo XX, Habermas) retomaron un fascículo teórico para
conectarse a otra experiencia histórica, la dialéctica.
Las experiencias humanas irían
superándose en forma de escalera (dialécticamente) hasta constituirse en
artífices del utopismo redentor, capaz de alcanzar el final de una historia,
reconciliada consigo misma, ante el altar esperanzador de superación completa.
De aquel mundo, narrado y vivido, casi todo se vino abajo.
El momento posmoderno es de
tal magnitud que un “influencer” cuestiona el saber científico.
El momento posmoderno es de
tal magnitud que un “influencer” cuestiona el saber científico.
El momento posmoderno es de
tal magnitud que un “influencer” cuestiona el saber científico y un chaman
“orienta” mejor que el investigador entrenado. Cínico y no menos trágico tiempo
en que, ciegos de libertad, ambos terminarán ganándole a la razón por
aclamación mayoritaria. La autoridad de la ciencia, desde este ámbito, está cuestionada.
Aunque, en sentido pleno, nada malo tendría pensar otro paradigma o ilustración
distinta; el problema que nos enturbia es determinar cuáles píldoras
epistemológicas suplantarán el modelo de credibilidad científica, entre la
reflexión y el pensamiento crítico.
Feyerabend emplazó, con
argumentos suficientes, las ideas de la ciencia y el método científico como
solución unívoca al destino y decurso humano, postulando radicalmente su
“teoría anarquista del conocimiento.” Propuso romper la rigidez del método
científico, pero (vaya ironía) desde el mismo paradigma de la ciencia y su basa
epistemológica.
La contrariedad de la ciencia
(en política es aterradora) no surge de una crítica visceral, fundada, tipo
Feyerabend, sino de la indiferencia cognitiva, la apatía crítica y la pereza
lógica que crudamente acompañan nuestra carísima libertad. Algunos hablan del
“exceso posmoderno” donde, frente a la proliferación de pareceres sin filtros
técnicos ni referencias ético-globales, nada teorizante quedará en pie.
Feyerabend, al que hoy
encasillarían de inadaptado revoltoso, enjuició el autoritarismo de la ciencia,
arremetió contra las bases del empirismo y del dogmatismo, los que ahora
caminan junto a la desconfianza y la furibunda popularidad que suma la moda
anticientífica. Algo parece eclipsar nuestra razón y no se trata exactamente de
una crítica a la ciencia, metodología o sistema, sino de la deriva en que,
dentro de la globalización tecnológica y la incertidumbre de los paradigmas
diversos de variación y complejidad, ha desembocado la posmodernidad.
El aturdimiento democrático
viene atravesado por un falso oleaje de equivalencia de saberes y verdades que
prescinden de rigor y comprobación, porque ya “toda opinión vale” en igualdad
de condiciones equiparables. Tiempos de casquivanos y falacia de la novedad,
obvian que no cualquier idea novedosa es lógica ni toda libre opinión es
respetable. Las circunstancias intelectuales variaron; podría escucharse
extraño: pero el triunfo de la estupidez es también su abierto anti
intelectualismo que, por lo visto, desata mayor encono ante el conocimiento
intelectual y la filosofía política.
La razón y la ciencia
resienten la caducidad dialéctica, no así cuando son atestadas por la dudosa
calidad de unos contendientes conspiranoicos, perplejos, profanos.
Más que desprecio por el
conocimiento, el culto a la estupidez radica en desconocer que detrás de ese
juego macabro jamás surgieron ganadores claros.
Este articulo es tomado de https://listindiario.com/puntos-de-vista/20240905/adios-razon-adelante-estupidez_824253.html
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